La historia de los rayos X comienza con los experimentos del científico británico William Crookes,
que investigó en el siglo XIX los efectos de ciertos gases al
aplicarles descargas de energía. Estos experimentos se desarrollaban en
un tubo vacío, y electrodos para generar corrientes de alto voltaje. Él
lo llamó tubo de Crookes.
Pues bien, este tubo, al estar cerca de placas fotográficas, generaba
en las mismas algunas imágenes borrosas. Pese al descubrimiento, Crookes
no continuó investigando este efecto.
Es así como Nikola Tesla,
en 1887, comenzó a estudiar este efecto creado por medio de los tubos
de Crookes. Una de las consecuencias de su investigación fue advertir a
la comunidad científica el peligro para los organismos biológicos que
supone la exposición a estas radiaciones.
Pero hasta el 8 de noviembre de 1895 no se descubrieron los rayos X; el físico Wilhelm Conrad Röntgen, realizó experimentos con los tubos de Hittorff-Crookes (o simplemente tubo de Crookes) y la bobina de Ruhmkorff. Analizaba los rayos catódicos para evitar la fluorescencia violeta que producían los rayos catódicos en las paredes de un vidrio
del tubo. Para ello, crea un ambiente de oscuridad, y cubre el tubo con
una funda de cartón negro. Al conectar su equipo por última vez,
llegada la noche, se sorprendió al ver un débil resplandor
amarillo-verdoso a lo lejos: sobre un banco próximo había un pequeño
cartón con una solución de cristales de platino-cianuro de bario, en el
que observó un oscurecimiento al apagar el tubo. Al encender de nuevo el
tubo, el resplandor se producía nuevamente. Retiró más lejos la
solución de cristales y comprobó que la fluorescencia se seguía
produciendo, así repitió el experimento y determinó que los rayos
creaban una radiación muy penetrante, pero invisible. Observó que los rayos atravesaban grandes capas de papel e incluso metales menos densos que el plomo.
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